Comentario
La ciudad de Roma se convierte durante esta época en un lugar ideal, casi tan fabuloso como las evocaciones que su historia podía hacer presagiar. No se trata ya del optimismo humanista que consideraba posible reconstruir fielmente la antigua Roma a partir de las ruinas existentes, gracias a la supuesta racionalidad normativa de su arquitectura que permitiría restituir a su originaria disposición cualquier edificio, aunque sólo se conservara un pequeño fragmento. Hacía tiempo que, desde las más diversas posiciones, de esa actitud sólo quedaba el prestigio o la fortuna de algunas soluciones. La grandeza y magnificencia de la ciudad podía servir, a lo largo del siglo XVIII, para confirmar el peso de la Roma Triunfante del Barroco, para atestiguar el prestigio canónico del Renacimiento o las excepciones del Manierismo. Pero también era el lugar privilegiado de una arqueología cristiana específica, así como de un nuevo tipo de relación con la Antigüedad, desde las reconstrucciones barrocas de la ciudad antigua de un Bianchini a la polémica teórica y arqueológica de un Piranesi.En Roma coincidían, y no sólo polémicamente, la tradición barroca, el rigorismo clasicista, las nuevas ideas de la Ilustración, el racionalismo y el idealismo. Pero lo que en Venecia, a través del enfrentamiento entre Lodoli y Massari, podía interpretarse cómo un coloquio imposible, parece encontrar aquí la posibilidad de un acuerdo transitorio, tal vez porque se excluya cualquier contacto con el racionalismo. Tal vez, uno de los ejemplos más elocuentes de esa contradicción pueda ilustrarse con la Villa Albani de Roma. Villa que es pensada como museo, como arquitectura de una colección de antigüedades. Sin embargo, su arquitectura respira el orden y la elocuencia del barroco, su jardín la naturalidad artificiosa del manierismo, su ornamentación interior no desdeña la imagen rococó de la decoración, y, por otra parte, es escenario de algunas pinturas que son verdaderos manifiestos de un nuevo gusto y de las tertulias idealistas de un Winckelmann, convertido en guía intelectual. Una villa que no cumple funciones de habitabilidad, sino de representación, como dando la razón a Massari en su polémica con Lodoli.Construida, entre 1756 y 1763, por Carlo Marchionni (1702-1786) para delicia del Cardenal Alessandro Albani, arquitectónicamente es heredera del lenguaje rigorista de Salvi, Fuga o Vanvitelli. En su distribución y organización revela la sumisión de la arquitectura al comitente, a las necesidades de exhibición privada y aristocrática de las colecciones de antigüedades del Cardenal Albani, que eligió como bibliotecario a Wincklemann y como pintor a Mengs. Es decir, algunas de las más nuevas propuestas figurativas y estéticas conviven sin dificultad con los elementos y valores más tradicionales. Cada imagen, cada estatua u objeto, ocupa un lugar determinado en el espacio de la arquitectura o del jardín, casi como los mismos personajes que la visitaban o la tenían como aplicación práctica de sus convicciones.El racionalismo de la Ilustración y su carácter crítico no parecen tener lugar en este marco, escenario de tantas ideas renovadoras con respecto al valor ,ideas de la Antigüedad, tal como lo entienden Winckelmann o Mengs. Se ha comparado la Villa Adriana con la Albani, pero mientras que en la primera Adriano coleccionaba piezas y arquitecturas del imperio y las hacía colisionar tipológica y simbólicamente, en la segunda un orden ideológico controla cualquier excepción, desde la construcción de una ruina, inspirada en el templo rornano de la Fons Clitumni, en el jardín, al célebre Parnaso que A. R. Mengs (1728-1779) pintara, en 1761, en el salón de la villa. De hecho, Marchionni, ya fuera por iniciativa propia o por sugerencia del Cardenal Albani o de su asesor Winckelmann, incluyó muchas de las obras antiguas de la colección en la propia estructura ornamental del interior que, como es conocido, combinaba elementos clasicistas con los rococós.El Parnaso de Mengs, elogiado por Winckelman y el Cardenal Albani, se convirtió en una de las obras más admiradas de la villa, lugar de visita ineludible para todos los viajeros del Grand Tour. La composición horizontal recuerda algunas conocidas pinturas romanas, pero lo más interesante es que en la obra de Mengs se resumen muchas de las ideas librescas y eruditas que sobre la Antigüedad iba a manejar la cultura neoclásica. En efecto, El Parnaso de Mengs es, por un lado, un intento de emulación del de Rafael y, por otro, pretende dar un salto en el tiempo, imitando la Antigüedad en los términos idealistas teorizados por Winckelmann. No es una casualidad que el Apolo que preside y ordena la composición esté inspirado directamente en el Apolo del Belvedere, en el Vaticano, considerado por Winckelmann el ideal de la belleza griega. Pero, además, Mengs, como solía hacer en cuadros y escritos, no tiene inconveniente en introducir un elemento extraño, una distorsión intelectual o figurativa. Se trata de la pequeña rechoncha columna de orden dórico sin basa que sirve de apoyo a una de las Musas. Su posición central en la composición, al lado de la figura de Apolo, permite suponer la importancia teórica concedida a ese primitivo orden dórico griego, entendido como origen del sistema de los órdenes de arquitectura. Un orden dórico, distinto al romano y al toscano, que comenzaba a ser admirado en Paestum y en Atenas y que no complacía a Winckelmann e irritaba a Piranesi, que llegó a encadenarlo en una de sus famosas Cárceles (1761). En todo caso, el polémico Mengs se hacía eco de un debate que tendría importantes consecuencias teóricas y figurativas, convirtiéndose el orden dórico griego, sin basa, casi en un emblema de las tendencias simplificadoras y abstractas del neoclasicismo posterior. De todas formas, la sistematicidad del pensamiento y del arte de Mengs dista mucho, a pesar de algunas brillantes intuiciones y convicciones, del sistema interpretativo del arte elaborado por Winckelman.Magnífico retratista, Mengs sólo tuvo un competidor en ese género en P. Batoni (1708-1787). Pintor formado con Sebastiano Conca, acabaría especializándose en realizar retratos de extranjeros que visitaban Roma, presentados casi siempre en un espacio construido con restos arquitectónicos, planos o dibujos alusivos a la grandeza de la Antigüedad. En este contexto, la presencia mencionada de una columna dórica griega en El Parnaso podría pasar exclusivamente como un motivo ornamental, compositivo o estrictamente histórico. Sin embargo, las intenciones de Mengs eran muy concretas. De hecho solía realizar verdaderos discursos conceptuales y teóricos en sus pinturas. Un ejemplo de este tipo de pintura fuertemente intelectualizada podemos observarlo en otra obra de Mengs, realizada en 1756, el Retrato de Lord Charlemont (Galería Narodni, Praga), también retratado por Batoni. Es un cuadro alegórico en el que un joven vestido a la antigua y apoyado sobre un monumento dedicado a Vitruvio atiende las indicaciones que le dirige una joven que representa a la Arquitectura. Esas indicaciones se resumen en el busto de Palladio, hacia el que dirige el gesto de su mano. El discurso que propone Mengs parece claro: frente al estudio teórico de la arquitectura existe un modelo de equilibrio entre teoría y práctica que es Palladio, realizando además una crítica a las insuficiencias doctrinales derivadas del tratado vitruviano. En este punto conviene recordar que durante los años en los que Mengs fue Príncipe de Academia de San Lucas esa institución romana conoció el momento de mayor influencia del palladianismo. Por otra parte, se trata de consideraciones que revelan que el neoclasicismo de Mengs, si así se puede llamar, estaba más cerca de Massari que de Lodoli, en la polémica ya comentada.Esa incompatibilidad, que evidencia la obra de Mengs, entre racionalismo y neoclasicismo era también compartida por Winckelmann y por el propio Piranesi, aunque con matices diferenciadores. Mengs, por otro lado, será heredero y partícipe de algunas de las influyentes ideas de Winckelmann sobre la belleza y el gusto como valores absolutos, pero se trata de un concepto del gusto sometido al modelo de la Antigüedad, o mejor, a algunos modelos seleccionados entre los antiguos y, también, entre los modernos, cuyos paradigmas no eran otros que sus admirados Rafael, Correggio y Tiziano. Pintores que cumplían un papel semejante al atribuido por el mismo Mengs a Palladio frente a Vitruvio. De nuevo la Historia, aunque fuera entendida en una forma idealista, se convierte en un argumento básico de la cultura artística del siglo XVIII.Si la fama y la fortuna de Mengs fueron enormes en los años centrales del siglo XVIII, la importancia de la obra teórica e historiográfica de su amigo y admirador Johann Joachim Winckelmann (1717-1768) es decisiva para entender la pasión por la Antigüedad y, sobre todo, por el arte griego, convertido en ideal de la perfección de la belleza. Winckelmann, además, inaugura una disciplina, la historia del arte, ya no entendida como vida de los artistas o teoría del arte, ni tampoco como estética o filosofía del arte. Podría decirse que nos enseñó a mirar el arte griego, pero, sobre todo, introdujo la pasión por el análisis formal, figurativo e histórico de las obras de arte. Un bellísimo ejemplo sigue siendo su influyente "Historia del arte en la Antigüedad", publicada originariamente en alemán, en 1766. Su amistad y colaboración con el Cardenal Albani le llevó incluso a vivir en su célebre villa. Desde sus primeros escritos defendió una Idea de la Belleza en la que la Naturaleza sólo podía ser imitada a través de la experiencia histórica y perfecta del arte griego. En consecuencia, no podía aceptar las modernas teorías de Laugier o Lodoli sobre el acercamiento racional a la Naturaleza, ni mucho menos que la arquitectura pudiera encontrar su perfección en la cabaña primitiva. Es más, siempre observó con escepticismo la nueva pasión por el rudo orden dórico griego de Paestum, y no podía ser de otra forma en alguien que había aprendido a amar el arte griego en sus realizaciones helenísticas y en sus copias romanas.Por otro lado, su idea de la Belleza Ideal procedía de la tradición del clasicismo de Bellori. Si la finalidad del arte era, para Winckelmann, imitar a los griegos con el fin de poder llegar a ser inimitable, tampoco podían olvidarse intérpretes posteriores, como Rubens o Bernini, aunque estos artistas modernos hubieran estado más pendientes, en su opinión, "de la naturaleza que del gusto antiguo".De él también proceden muchos de los tópicos historiográficos que sobre el siglo XVIII se suceden todavía, como por ejemplo la oposición entre Tiépolo y Mengs, que se ha ampliado a todo el siglo, entre barroco y rococó y el neoclasicismo, aunque ya se ha comprobado lo inexacto de esa oposición. Con una fórmula eficaz resumía Winckelmann esa confrontación: "Tiepolo hace en un día lo que Mengs en una semana; pero lo que hace, apenas visto, es olvidado, mientras que la obra de Mengs permanece inmortal". De nuevo, como en la polémica entre Diderot y el escultor Falconet, el Tiempo aparece como un concepto cualitativo enormemente importante y no sólo desde un punto de vista histórico, sino también narrativo, espacial y perceptivo.Pero también apuntó interpretaciones que han marcado la construcción de la disciplina de la historia del arte, como la idea de que la nueva ciencia tiene como objetivo el de individualizar en los cambios de Estilo la esencia misma del arte. En este sentido, la arqueología sufre una de las aportaciones fundamentales, ya que Winckelmann para hacer la historia del arte antiguo confronta las técnicas, los textos y sobre todo el análisis de las obras en su carácter plástico.